Con la
difusión de la Teosofía en el siglo XIX (anteriormente ya se había divulgado en
otros momentos de la historia, aunque de forma mucho más fragmentada y sin
revelarse muchos aspectos que hasta el siglo pasado eran esotéricos), las
diferentes iglesias cristianas hicieron todo lo que estaba en sus manos para
desprestigiar, tergiversar e incluso prohibir o influenciar para la prohibición
de la Teosofía (en España, por ejemplo, se persiguió al movimiento teósofo
durante la dictadura franquista al equipararlo a la masonería [1]).
Se exponen a
continuación extractos de un artículo que se le atribuye a Helena P. Blavatsky,
que fue publicado en la revista de la que ella era editora, "Lucifer", en diciembre
de 1887, bajo el nombre de “Lucifer al Arzobispo de Canterbury, ¡Saludos!”. Esta
hábil composición empieza aclarando que la Teosofía no es una religión, sino
una filosofía de la que han bebido, en diferente grado, todas las religiones
existentes en la actualidad; se detallan los “principales puntos de diferencia
y discrepancia existentes entre la Teosofía y las Iglesias cristianas”, así
como se muestra “la unidad que existe entre la Teosofía y las enseñanzas de
Jesús”, muy al contrario con las doctrinas de las iglesias y las prácticas de
los cristianos, en tanto están en directa oposición con las enseñanzas del que
dicen es su Maestro.
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“SR. PRIMADO
DE INGLATERRA:
Por medio de
esta carta abierta, dirigida a vuestra Gracia, nos proponemos daros a vos, al
clero, a sus ovejas y a los cristianos en general –que nos consideran como
enemigos de Cristo– una breve idea de la posición que la Teosofía ocupa, con
respecto al cristianismo; pues creemos llegado el tiempo para hacerlo.
Sin duda
sabe vuestra Gracia que la Teosofía no es una religión sino solo una filosofía,
a la par religiosa y científica; y que lo más importante de la Sociedad
Teosófica se propone, es hacer revivir en cada una de las religiones el
espíritu que las anima, fomentando y auxiliando la investigación del verdadero
significado de sus doctrinas y preceptos. Saben los teósofos que cuanto más
profundamente se penetra en el significado de los dogmas y ceremonias de todas
las religiones, mayor crece su aparente y fundamental semejanza, hasta que al
fin se obtiene la percepción de su fundamental unidad. Esta base común no es
otra que la Teosofía –La Doctrina Secreta de todos los tiempos, la cual,
diluida y disfrazada para amoldarse a la capacidad de la multitud y a las
exigencias de las diversas épocas, ha constituido el núcleo viviente de todas
las religiones–. Las ramificaciones de la Sociedad Teosófica están constituidas
respectivamente por budistas, indios, mahometanos, parsis, cristianos y libre
pensadores, los cuales, unidos como hermanos trabajan en el terreno común de la
Teosofía. Creemos que ninguna doctrina religiosa puede ser mas que una
tentativa encaminada a representar a nuestra limitada comprensión actual, con
los términos de nuestras experiencias terrestres, grandes verdades cósmicas y
espirituales, las cuales, en nuestro estado normal de conciencia mas bien
sentimos de un modo vago, que las percibimos y comprendemos realmente; y una
revelación, si ha de revelar algo debe necesariamente a las exigencias mundanas
de la inteligencia humana. Según nosotros, por tanto, ninguna religión puede
ser verdadera en absoluto, ni puede ser en absoluto falsa. Una religión es
verdadera proporcionalmente a la manera con que satisface las necesidades
espirituales, morales e intelectuales de su época, y coadyuva al desarrollo de
la humanidad en tales sentidos. Es falsa en proporción a lo que detiene aquel
desarrollo, y ofende a la naturaleza espiritual, moral e intelectual del hombre.
Las ideas trascendentalmente espirituales de los poderes que rigen al universo,
sostenidas por un sabio oriental, serian una religión tan falsa para el salvaje
africano, como el miserable fetichismo lo seria para el sabio, si bien ambas
opiniones deben ser ciertas en sus grados respectivos, puesto que las dos representan
las ideas mas elevadas sobre los mismos hechos cósmico-espirituales que
respectivamente ambos individuos pueden concebir; hecho que, por otra parte,
jamás podrán ser conocidos en su completa realidad por el hombre, mientras no
sea mas que un hombre.
Los teósofos
representan, por tanto, todas las religiones, y la moral religiosa de Jesús les
inspira una profunda admiración. No podía ser de otra manera, desde el momento
en que esas enseñanzas que hasta nosotros han llegado, son las de Teosofía.
Hasta el punto, pues, en que el moderno cristianismo mantiene bien sus
pretensiones en cuanto a ser la religión práctica enseñada por Jesús, los teósofos
están con él en cuerpo y alma. En el punto en que es contrario a aquella moral
pura y sencilla, los teósofos son sus adversarios. Cualquier cristiano
puede, si quiere, comparar el Sermón de la Montaña con los dogmas de su
Iglesia; y el espíritu que él mismo respira, con los principios que animan a la
actual civilización cristiana y que gobiernan su propia vida, y entonces podrá
juzgar por sí mismo hasta qué punto la religión de Jesús entra en su cristianismo,
y hasta qué punto, por tanto, él y los teósofos coinciden. Pero los cristianos
que de tales se aprecian, y especialmente el clero, repugnan hacer esta
comparación. A modo de comerciantes que temen encontrarse en bancarrota, tienen
el temor de descubrir en sus cuentas una discrepancia que no pueden corregir
con el asiento de partidas efectivas para satisfacer responsabilidades
espirituales. La comparación entre las enseñanzas de Jesús y las doctrinas de
las iglesias, como quiera que sea, ha sido hecha con frecuencia y el resultado
total de estas comparaciones, como debe Vuestra Gracia saber perfectamente,
viene a probar que, casi en todos sus puntos, las
doctrinas de las iglesias y las practicas de los cristianos, están en directa
oposición con las enseñanzas de Jesús.
Acostumbramos
decir al budhista, al mahometano, al indio o al parsi: «El camino hacia la
Teosofía existe para vosotros por medio de vuestra propia religión». Y decimos
esto, porque las creencias de aquellos poseen una profunda significación
filosófica y esotérica, que explica las alegorías bajo las cuales son
presentadas al pueblo; pero no podemos decir lo mismo a los cristianos. Los
sucesores de los Apóstoles no han tomado acta jamás de la doctrina secreta de
Jesús – los «misterios del reino de los cielos»– los cuales solo era dado a
ellos (sus Apóstoles) conocer (Marcos IV, II. Mateo XIII, II, Lucas VIII, X).
Aquellos misterios han sido descartados, desvanecidos, deshechos. Lo que la
corriente del tiempo ha arrastrado hasta nosotros han sido las máximas,
parábolas, alegorías y fábulas que Jesús destinaba a los espiritualmente sordos
y ciegos; y para ser últimamente reveladas al mundo, las cuales el moderno cristianismo,
o bien toma literalmente, o las interpreta de conformidad con las fantasías de
los Padres de la Iglesia secular.
(…) puesto
que la exégesis bíblica y la mitología comparada, han demostrado de modo
concluyente, por lo menos a aquellos que no tienen interés alguno preconcebido,
espiritual o temporal, en el mantenimiento de la ortodoxia, que la religión
cristiana, tal como en la actualidad existe, se compone de cortezas del
judaísmo, de recortes del paganismo y de los mal digeridos residuos del gnosticismo
y del neoplatonismo. Este curioso conglomerado que por sí mismo ha ido
formándose gradualmente en torno de las sentencias de Jesús, consignadas en los
Evangelios, ha comenzado ahora, después del transcurso de siglos, a
desintegrarse y a desmoronarse en torno de las puras piedras preciosas de la
Teosofía verdadera, a las que por tanto tiempo había agobiado y ocultado,
aunque sin poder desfigurarlas ni destruirlas.
Vuestra
Gracia comprenderá ahora por qué la Sociedad Teosófica ha adoptado como uno de
sus tres «objetos» el estudio de aquellas religiones y filosofías orientales,
que tanta luz arroja sobre la significación interna del cristianismo, y
esperamos percibirá vuestra Gracia también que no nos conducimos como enemigos,
sino como amigos de la religión enseñada por Jesús, el verdadero cristianismo,
en una palabra. Pues únicamente por medio del estudio de aquellas religiones y
filosofías, pueden los cristianos llegar a la comprensión de sus propias
creencias, a ver la significación oculta de las parábolas y alegorías que el
Nazareno recitaba a los espiritualmente lisiados de Judea, las cuales, tomadas
ya al pie de la letra, ya de modo fantástico por las iglesias, han caído por
culpa de éstas en el ridículo y en el desprecio, y han puesto al cristianismo
en serio peligro de completa ruina, minado, como se encuentra, por la crítica
historia y por las investigaciones mitológicas, además de estar quebrantado por
el poderoso martillo de la moderna ciencia.
¿Deberán,
pues, los cristianos considerar a los teósofos como enemigos suyos, porque
creen que el cristianismo ortodoxo es un todo opuesto a la religión de Jesús, y
porque tienen el valor de decir a las iglesias que son traidoras al MAESTRO a
quien se vanaglorian en reverenciar y servir? Muy lejos de esto, a la verdad. Los teósofos
saben que el mismo espíritu que animó las palabras de Jesús, yace latente en
los corazones cristianos, como existe naturalmente en los corazones de todos
los hombres. El principio fundamental de sus doctrinas es la Fraternidad del
Hombre, cuya realización final es solamente posible por medio de aquellos que
mucho tiempo antes de Jesús se conocía como el «Cristo –espíritu». Este
espíritu existe en potencia en el corazón de todos los hombres, y se
desarrollará obrando de un modo activo, cuando caigan las barreras de odio y de
hostilidad levantadas por príncipes y sacerdotes, y queden libres de los seres
humanos para comprenderse, apreciarse y simpatizar mutuamente.
Si Vuestra
Gracia, desde su elevado solio, lanza una mirada a su alrededor, contemplará
una civilización cristiana, en la cual una lucha frenética y despiadada de
hombre contra hombre es no solo el rasgo distintivo, sino que además domina
como principio reconocido. Es hoy día un axioma científico y económico por
todos aceptado, que todo progreso se obtiene por medio de la lucha por la
existencia y merced a la supervivencia del más adecuado; y los más adecuados
para sobrevivir en esta civilización cristiana, no son por cierto los que
poseen las cualidades que la moralidad de todas las épocas ha reconocido como
las más excelentes –no el generoso, el piadoso, el de noble corazón, el que
perdona, el humilde, el veraz, el honrado y el bondadoso– sino los fuertes en
egoísmo, en astucia, en hipocresía, en fuerza brutal, en falsas pretensiones,
en crueldad, avaricia: los que no conocen el remordimiento. El espiritual y
el altruista son «los débiles», a quienes las «leyes» que gobiernan al mundo
dan por alimento al egoísta y al materialista «al fuerte». Que la «fuerza es
derecho», es la única conclusión legítima, la última palabra de la ética del
siglo XIX; porque el mundo se ha convertido en un enorme campo de batalla, al
cual, los más adecuados, descienden a manera de buitres para vaciar los ojos y
despedazar los corazones de aquellos que en el combate han sucumbido.
¿Pone fin la
religión a la batalla? ¿Ahuyentan las iglesias a los buitres, o consuelan al
herido y al moribundo? En general, la religión hoy día no pesa en el mundo lo
que una pluma, cuando ventajas mundanas y placeres egoístas se colocan en el
otro platillo de la balanza; y las iglesias son impotentes para hacer revivir
el sentimiento religioso entre los hombres, porque sus ideas, sus
conocimientos, su sistema y sus argumentos son los de las Edades Negras.
Mientras los
hombres discutieron acerca de si éste o aquel dios era el verdadero, o sobre si
el alma iba a éste o al otro lugar después de la muerte, el clero comprendía la
cuestión y poseía argumentos a mano para influir en la opinión –el silogismo o
el tormento, según el caso–; pero ahora, después de todo, lo que se pone en
tela de juicio o se niega, es la existencia de Dios o de cualquier especie de
espíritu inmortal. La ciencia inventa nuevas teorías acerca del Universo, en
las cuales se omite con desprecio la existencia de dios alguno: sientan los
moralistas sus teorías éticas o relativas a la vida social, y en ellas no se
presupone la existencia de ninguna vida futura; en física, en psicología, en
derecho, en medicina, lo único que a cualquier profesor le da títulos para ser
escuchado, es que no figure entre sus enseñanzas ninguna referencia, sea la que
fuese con relación a la Providencia o a alma. El mundo es conducido rápidamente
a la convicción de que dios es una concepción mítica que carece de fundamento
en el terreno de los hechos, que carece de lugar alguno en la Naturaleza; y que
la parte inmortal del hombre es un sueño frívolo de ignorantes salvajes,
perpetuado por los embustes y fraudes de los sacerdotes, los cuales obtienen
una gran cosecha cultivando los terrores de los hombres, con la idea de que su
mitológico Dios atormentará a sus imaginarias almas por toda una eternidad en
un fabuloso infierno. En presencia de todas estas cosas, el clero permanece hoy
mudo e impotente. La única contestación que conocía la Iglesia para responder a
«objeciones» como éstas, era el potro y la hoguera; mas ya no puede en la
actualidad hacer uso de tal sistema de lógica.
Pretende la
Iglesia, que el cristianismo es la única religión verdadera, y esta pretensión
lleva consigo dos proposiciones distintas; a saber: que el cristianismo es la
religión verdadera y que excepto ella, no existe ninguna religión verdadera.
Los cristianos no caen jamás en la cuenta de que Dios y el Espíritu pueden
existir en cualquier forma distinta de aquella bajo la cual son presentados en
las doctrinas de su iglesia. El salvaje llama ateo al misionero, porque no
lleva un ídolo en su equipaje; y el misionero llama a su vez ateo a todo el que
no lleva un fetiche en su mente; ni el salvaje ni el misionero cristiano
sospechan que pueda existir una idea mucho más elevada que la que ellos tienen,
del gran poder oculto que gobierna el Universo, al cual el nombre de «Dios» es
mucho más aplicable. Es muy dudoso, si las iglesias se toman mucho mas trabajo
en probar que el cristianismo «es verdadero», o demostrar que cualquier otra
especie de religión es necesariamente «falsa»; y las malas consecuencias de
estas enseñanzas son terribles. Cuando las gentes desechan los dogmas, piensan
haber descartado también el sentimiento religioso, y deducen que la religión es
una cosa superflua en la vida; y al lanzar de si la carga, creen que dan al
viento fantasías terrenales que consumen la energía que con mas provecho
debiera emplearse en la lucha por la existencia. El materialismo de esta época
es, por tanto, consecuencia directa de la doctrina cristiana, de que no existe
mas poder director en el Universo, ni otro espíritu en el hombre, que aquellos
dados a conocer por los dogmas del cristianismo. El ateo, pues, mi Señor
Primado, es el hijo bastardo de la iglesia.
Mas no es
todo, las iglesias no han enseñado jamás a los hombres ninguna otra razón
mas elevada para que sean justos, bondadosos y veraces, que la esperanza del
premio y el temor del castigo; y desde el momento en que dejan libre el paso a
la creencia en el capricho y en la injusticia divina, están minados los
cimientos de su moralidad. Ni siquiera les queda la moralidad natural en
que apoyarse con plena conciencia, porque el cristianismo les ha enseñado a
considerarla como indigna, en razón de la depravación natural del hombre. Por lo tanto, el interés propio viene a ser el único motivo
de su conducta; y el temor de que se descubra su culpabilidad, la razón única
para huir del vicio. Así es que, con respecto a la moral, lo mismo que
en lo referente a Dios y al alma, el cristianismo empuja a los hombres fuera
del sendero del conocimiento; y les precipita en los abismos de la
incredulidad, del pesimismo y del vicio. El último lugar a que acuden hoy DÍA
los hombres en demanda de auxilio para librarse de los males y miserias de la
vida, es la iglesia; pues saben que ni la erección de templos ni la recitación
de letanías, influyen en lo más mínimo sobre los poderes de la Naturaleza, ni sobre
los consejos de las naciones. Sienten instintivamente
que desde el momento en que las iglesias han aceptado el principio de la propia
conveniencia han perdido su poder de mover los corazones, y solo les es
dado en la actualidad obrar en el plano externo, como sostenedoras de los
agentes de policía y de los hombres políticos.
La función
de la religión es consolar a la humanidad y darle alientos para la larga lucha
que durante la vida tiene que sostener con el pecado y la miseria. Esto
puede hacerlo únicamente presentándole nobles ideales de una existencia más
feliz después de la muerte, y de una vida más digna en la tierra, conquistadas
ambas por medio de esfuerzos conscientes. Lo que en la actualidad necesita
el mundo, es que se le hable de la Divinidad y del principio inmortal del
hombre, de una manera que por lo menos esté al nivel de las ideas y de los
conocimientos de los tiempos. El cristianismo dogmático no es apropósito para
un mundo que razona y piensa. Únicamente aquellos que sean capaces de sumirse
en un estado mental semejante al de la Edad Media, podrán reverenciar a una
iglesia, cuya misión religiosa (en distinción de la social y la política) es
mantener a Dios de buen humor, mientras los laicos hacen lo que creen que Él no
aprueba, rogar por cambios de tiempo, y a veces dar gracia al Todopoderoso por
los auxilios prestados para la matanza de enemigos. No son «hombres de
medicina», sino guías espirituales lo que el mundo ansía en la actualidad; un
«clero» que le proporcione ideales apropiados a la inteligencia de este siglo,
como lo eran el Cielo y el Infierno cristianos, y su dios y su demonio para los
siglos de negra ignorancia y de superstición. ¿Cumple o puede cumplir este
requisito el clero cristiano? La miseria, el crimen, el vicio, el egoísmo, la
brutalidad, la falta de respeto y de dominio de sí mismo, cualidad
característica de nuestra civilización, unen sus voces en un tremendo grito, y
contestan: ¡NO!
¿Cuál es el
significado de la reacción en contra del materialismo de cuyas señales está
llena la atmósfera de nuestro siglo? Significa que el mundo ha llegado a estar
mortalmente enfermo del dogmatismo, de la arrogancia, de la suficiencia propia
y de la ceguera espiritual de la ciencia moderna, de aquella misma ciencia a
quien los hombres todavía ayer saludaban como libertadora de la hipocresía
religiosa y de la superstición cristiana, y la cual, a manera del diablo de las
leyendas monacales, exige como precio de sus servicios, el sacrificio del alma
inmortal del hombre. Y mientras tanto, ¿qué hacen las iglesias? Las iglesias
reposan sumidas en el dulce sueño de los emolumentos y de las influencias
social y política, en tanto que el mundo, el demonio y la carne, se apropian
sus palabras de consigna, sus milagros, sus argumentos y su fe ciega.
Si
dieseis vosotros al mundo alguna prueba, al nivel de la inteligencia moderna,
de que la Divinidad –el inmortal Espíritu en el hombre– tiene una existencia
real como un hecho de la Naturaleza, ¿no os saludarían los hombres como sus
salvadores del pesimismo y de la desesperación, del enloquecedor y embrutecedor
pensamiento de lo que no existe más destino para la humanidad que la nada
eterna, después de unos pocos años de angustias, trabajos y miserias ¿No os
considerarían como sus libertadores del afán aterrador de goces materiales y de
progreso mundano, que es la consecuencia directa de mirar esta vida mortal como
fin y totalidad de la existencia?
Si las
iglesias se multiplicasen cien veces más, y cada clérigo se convirtiese en un
centro de filantropía, se lograría tan sólo la dispensa de cuidados que al
pobre deben sus semejantes; pero no la instrucción espiritual, pues no es dado
obtenerla de aquellos. Esto sólo conduciría a poner más de relieve la
esterilidad espiritual de las doctrinas de la Iglesia.
Aproxímanse
los tiempos en que se pedirá al clero cuenta de sus servicios. ¿Estáis
preparado, mi Señor Primado, para explicar a VUESTRO MAESTRO, el por qué habéis
dado a sus hijos piedras, cuando a gritos os pedían pan? Os sonreís en vuestra
imaginaria seguridad. Durante muchísimo tiempo los servidores han vivido en
orgía perenne en los aposentos internos de la casa del Señor, y están en la
creencia de que Él no volverá jamás. Pero Él os ha dicho que volvería a modo de
ladrón durante la noche, y ¡hele aquí! Está ya viniendo
en los corazones de los hombres. Él viene ya a tomar posesión del reino
de Su Padre, en donde solamente su reino existe. ¡Pero vosotros no le conocéis!
Si las iglesias mismas no se encontrasen arrastradas por el torrente de
negación y de materialismo que ha barrido a la sociedad, reconocerían el germen
del Cristo-Espíritu, que viva y rápidamente se desenvuelve en los corazones de millares,
a quienes en la actualidad anatematizan como a infieles y locos. Reconocerían
allí el mismo espíritu de amor, de sacrificio, de inmensa piedad por la
ignorancia, por la locura y por los sufrimientos del mundo, que en el corazón
de Jesús aparecerían en su pureza, como habían aparecido en los corazones de
otros Santos Reformadores en otras épocas, y el cual es la luz de toda religión
verdadera, y la lámpara por medio de la cual los teósofos de todos los tiempos
ha tratado de guiar su pasos a lo largo del estrecho sendero que a la salvación
conduce, sendero que es recorrido por toda la encarnación de CHRISTOS o el
ESPÍRITU DE VERDAD.
Y ahora, mi
Señor Primado, hemos puesto respetuosamente ante Vos los principales puntos de
diferencia y discrepancia existentes entre la Teosofía y las Iglesias
Cristianas, y os hemos declarado la unidad que existe entre la Teosofía y las
enseñanzas de Jesús. Habéis oído nuestra profesión de fe y reconocido los
abusos y quejas que exponemos a la puerta del cristianismo dogmático. Nosotros,
un puñado de humildes individuos, sin riquezas ni influencia mundana, pero
fuertes con nuestros conocimientos, nos hemos unido con la esperanza de llevar
a cabo la obra que decís os ha encargado vuestro MAESTRO, pero que está
tristemente descuidada por ese rico y dominante coloso, la Iglesia cristiana.
Esto sería
el justo reconocimiento de que la relativamente pequeña colectividad, conocida
con el nombre de Sociedad Teosófica, no es ningún precursor del Anticristo,
ningún engendro del diablo, sino el auxiliar practico, quizás el salvador del cristianismo;
y de que trata solo de llevar a cabo la obra que Jesús, como Buda, y los otros
«hijos de Dios» que le han precedido, ha mandado a todos su secuaces, la cual
las Iglesias, por haberse convertido en dogmáticas, se encuentran
imposibilitadas por completo de llevar a efecto.
Y ahora, si
Vuestra Gracia puede demostrar que nosotros somos injustos con respecto a la
Iglesia, de la cual sois Cabeza, o a la Teología popular, prometemos reconocer
nuestro error públicamente. Pero, QUIEN CALLA OTORGA”.
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El Arzobispo
permaneció silencioso. Las cartas recibidas por "Lucifer" evidenciaron la amplia
aprobación de esta audaz editorial. La revista circuló con 15.000
reimpresiones, como un desafío a la Iglesia para que se reformara a sí misma. (2)
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(1) En 1939 fue
fusilado Manuel Treviño Villa, colaborador y director de la revista teosófica “Sophia”,
“… traductor y egiptólogo y cofundador de la rama madrileña en 1893, de la que
fue secretario, será fusilado, acusado de masón, a los 74 años, junto a su
hija, por las tropas franquistas, el 17 de diciembre de 1939”.
https://es.wikipedia.org/wiki/Sophia_(revista)
Años antes, el
Obispo español Martínez Noval condenaba a la teosofía de esta forma: “Ahondando
más, acaso dedujéramos que la teosofía, el masonismo y sistemas análogos de
desmoralización cristiana son instrumentos hábilmente manejados por los dueños
del mundo, enemigos irreconciliables de Cristo y de su Iglesia”. “Carta
Pastoral de Adviento (1928)”, p. 315.: BERNARDO, Fr.
(2) H.P.B. The Extraordinary Life & Influence
of Helena Blavatsky Founder of the Modern Theosophical Movement, por Sylvia
Cranston.