23 abril 2021

¿Qué es la verdad?

 ¿Quién ama a la verdad, en esta edad, por la verdad misma?

¿Cuántos, entre nosotros, están preparados a buscarla, aceptarla y ponerla en práctica, en una sociedad en que cualquier cosa que tenga éxito debe construirse en las apariencias y no en la realidad, en el egocentrismo y no en el valor intrínseco?


“¿Qué es la Verdad?”, por H.P. Blavatsky.

(extractos del artículo que se publicó en la revista “Lucifer”, en febrero de 1888)

“Qué es la Verdad?”, preguntó Pilatos a uno que debía conocerla, si las pretensiones de la iglesia cristiana son, aún aproximadamente, correctas. Sin embargo, él permaneció en silencio. Así, la verdad que no divulgó, se quedó sin revelarse tanto para sus seguidores como para el gobernador romano. El silencio de Jesús en esta y en otras ocasiones, no impide a sus actuales acólitos actuar como si hubiesen recibido la Verdad última y absoluta y de ignorar el hecho de que se les proporcionó solo ciertas Palabras de Sabiduría que contenían una porción de la verdad, la cual se ocultaba en parábolas y dichos hermosos aunque obscuros.

Esta actitud condujo, gradualmente, al dogmatismo y a la afirmación. Dogmatismo en las iglesias, en la ciencia y por todos lados. Las verdades posibles, vagamente percibidas en el mundo de la abstracción, análogamente a aquellas inferidas mediante la observación y el experimento en el mundo de la materia, se imponen, bajo la forma de revelación Divina y autoridad Científica, a las muchedumbres profanas, excesivamente atareadas para pensar con su propia cabeza. Sin embargo, la misma pregunta quedó en suspenso desde los días de Sócrates y Pilatos, hasta nuestra edad de negación completa. ¿Existe algo de verdad absoluta en las manos de algún grupo o de algún ser humano? La razón responde: “que no puede ser posible.” En un mundo tan finito y condicionado como es el del ser humano, no hay espacio para la verdad absoluta tocante a algún tema. Sin embargo, existen verdades relativas y debemos libar de ellas lo mejor que podamos.

En cada edad han habido Sabios que han dominado el absoluto; pero sólo podían enseñar verdades relativas; ya que, aún, ninguna prole de mujer mortal, en nuestra raza, ha divulgado, ni pudo haber divulgado, la verdad completa y final a otro ser humano, en cuanto todo individuo debe encontrar este conocimiento final en sí mismo. Como no hay dos mentes absolutamente idénticas, cada una debe recibir la iluminación suprema mediante sus esfuerzos, en consonancia con sus capacidades y no por conducto de una luz humana. La cantidad de Verdad Universal que el sumo adepto viviente puede revelar, depende de la capacidad asimilativa de la mente a la que está imprimiendo, la cual no puede ir más allá de su habilidad receptiva. Tantos hombres, tantas afirmaciones, es una verdad inmortal. El sol es uno; sin embargo, sus rayos son incontables y los efectos producidos son benéficos o maléficos según la naturaleza y la constitución de los objetos sobre los cuales brilla. La polaridad es universal, pero el polarizador yace en nuestra conciencia. Nosotros, los seres humanos, asimilamos la verdad suprema de manera más o menos absoluta, en proporción al ascenso de nuestra conciencia hacia ella. Todavía, la conciencia humana es simplemente el girasol de la tierra. La planta, añorando los rayos cálidos, sólo puede dirigirse hacia el sol y circunvalar a su alrededor siguiendo la trayectoria de la estrella inasequible: sus raíces la mantienen anclada al suelo y mitad de su vida transcurre en la sombra […]

Sin embargo, cada uno de nosotros puede alcanzar, relativamente, el Sol de la Verdad aún en esta tierra y asimilar sus rayos más cálidos y directos a pesar del estado diferenciado en que puedan tornarse después de su largo viaje a través de las partículas físicas del espacio. A fin de alcanzar esto, existen dos métodos.

En el plano físico podemos usar nuestro polariscopio mental y, analizando las propiedades de cada rayo, escoger el más prístino. Para arribar al Sol de la Verdad, en el plano de la espiritualidad, debemos trabajar con ahínco para el desarrollo de nuestra naturaleza superior. Sabemos que, al paralizar, gradualmente, dentro de nosotros, los apetitos de la personalidad inferior, sofocando, entonces, la voz de la mente puramente fisiológica, la cual depende y es inseparable de su medio o vehículo: el cerebro orgánico; el ser animal en nosotros puede hacer espacio a lo espiritual y, una vez levantado de su estado latente, los sentidos y las percepciones espirituales más elevadas crecen y se desarrollan en nosotros, proporcionalmente al “ser divino.” Esto es lo que los grandes adeptos, los yoguis orientales y los místicos occidentales han hecho siempre y aún hacen.

Además, sabemos que, salvo pocas excepciones, ningún ser del mundo, ni ningún materialista, creerá jamás en la existencia de tales adeptos o aún en la posibilidad de este desarrollo espiritual o psíquico. “El incauto del pasado, en su corazón pronunció que no existe ningún Dios,” el individuo moderno dice: “No hay adeptos en la tierra, son simplemente el producto de vuestra imaginación desquiciada.”

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Visto que el ser físico, cuyas ilusiones lo limitan y obstaculizan por todos lados, no puede alcanzar la verdad mediante la luz de sus percepciones terrenales, os decimos que desarrolléis vuestro conocimiento interno. Desde el período en el cual el oráculo délfico dijo al investigador: “Hombre, conócete a ti mismo”, no se ha enseñado una verdad más grande o más importante. Sin tal percepción, el ser humano permanecerá, para siempre, ciego a muchas verdades relativas por no mencionar la absoluta. El hombre debe conocerse a sí mismo: adquirir las percepciones interiores que nunca engañan, antes de que domine alguna verdad absoluta. La verdad absoluta es el símbolo de la Eternidad y ninguna mente finita podrá jamás asir lo eterno. Por lo tanto, ninguna verdad podrá descender a ella en su totalidad. Para alcanzar el estado durante el cual el ser humano la ve y la percibe, debemos paralizar los sentidos del hombre externo de arcilla. Se nos dirá que ésta es una tarea complicada y, en tal coyuntura, la mayoría de las personas preferirá, indudablemente, satisfacerse con verdades relativas. Sin embargo, aún el acercarse a las verdades terrenales exige, en primer lugar, amor hacia la verdad por la verdad misma, de otra manera no se le podrá reconocer. ¿Quién ama a la verdad, en esta edad, por la verdad misma? ¿Cuántos, entre nosotros, están preparados a buscarla, aceptarla y ponerla en práctica, en una sociedad en que cualquier cosa que tenga éxito debe construirse en las apariencias y no en la realidad, en el egocentrismo y no en el valor intrínseco? Estamos completamente conscientes de las dificultades que se interponen en el camino para recibir la verdad. La doncella de belleza celestial desciende sólo al terreno que le conviene, el suelo de una mente imparcial, sin prejuicios e iluminada por la pura Conciencia Espiritual y ambos son raros habitantes en las tierras civilizadas. En nuestro siglo de vapor y de electricidad, en el que el ser humano vive a una velocidad febril, dejándole muy poco tiempo para la reflexión, por lo general se deja ir a la deriva, de la cuna a la tumba, clavado a la cama de Procuste de las usanzas y convencionalidades. Ahora bien, el convencionalismo puro y simple es una mentira congénita, ya que, en cada caso, es una “simulación de los sentimientos según un patrón recibido” (definición de F.W. Robertson) y donde hay alguna simulación, no puede haber ninguna verdad. Aquellos obligados a vivir en la atmósfera sofocante del convencionalismo social y que, aún cuando deseen y añoren aprender, no osan aceptar las verdades que anhelan por temor al Moloch feroz llamado sociedad, saben muy bien cuán honda es la observación de Byron según el cual: “la verdad es una joya que se encuentra en una gran profundidad, mientras, en la superficie de este mundo, se sopesan todas las cosas mediante las falsas escalas de la costumbre.”

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¿Acaso no prefiere, la gigantesca y pasmosa mayoría, el “paraíso de los perezosos”, el país de la felicidad del egoísmo cruel?

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El Egoísmo es el primogénito de la Ignorancia y el fruto de la enseñanza según la cual, por cada recién nacido se “crea” una nueva alma, separada y distinta del Alma Universal. Este Egoísmo es la pared inexpugnable entre el Ser personal y la Verdad. Es la madre prolífica de todos los vicios humanos, la mentira nace de la necesidad de disimular, mientras la hipocresía procede del deseo de encubrir la mentira. Es el hongo que crece y se refuerza con la edad en cada corazón humano en el cual ha devorado todos los mejores sentimientos. El egoísmo mata todo impulso noble en nuestras naturalezas y es la deidad que no teme, por parte de sus acólitos, falta de fe o deserción. Por lo tanto, vemos que reina supremo en el mundo y en la llamada sociedad a la moda. Consecuentemente, vivimos, nos movemos y existimos en esta deidad de la oscuridad bajo su aspecto trinitario de Engaño, Hipocresía y Falsedad, llamado Respetabilidad.

¿Es esto Verdad y Hecho o es calumnia? Podéis dirigiros hacia cualquier dirección y discerniréis que, desde la cúspide de la escalera social hasta el fondo, el engaño y la hipocresía operan para el bien del querido Ser en toda nación e individuo.

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Sin embargo, la política no es el sólo ambiente en el que, la costumbre y el egoísmo han avenido a llamar virtud al engaño y a la patraña, recompensando a aquel que sabe mentir mejor en público. Todo tipo de sociedad vive en la Mendacidad y se disgregaría sin ella. La aristocracia culta y temerosa de Dios, estando prendada del fruto prohibido como cualquier plebeyo, se ve obligada a mentir constantemente a fin de encubrir lo que le gusta llamar sus “pecadillos”, al paso que la Verdad los considera inmoralidad burda. La sociedad de la clase media rebosa de falsas sonrisas, palabras mentirosas y engaños mutuos. Para la mayoría, la religión se ha convertido en un sutil velo arrojado sobre el cadáver de la fe espiritual. El maestro va a la iglesia para engañar a sus servidores; el cura hambriento, predicando lo que ya ha cesado de creer, embauca a su arzobispo, el cual, a su vez, burla a su Dios.

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Entonces, ¿dónde podemos encontrar, siquiera, la verdad relativa? Si ya en el lejano siglo de Demócrito le apareció bajo la forma de una diosa que yacía en el fondo de un pozo tan profundo que daba poca esperanza para su liberación; en las circunstancias actuales tenemos cierto derecho a creer que se esconda, al menos, en el lado siempre invisible y oscuro de la luna. Quizá ésta sea la razón por la cual, a todos los defensores de las verdades ocultas se les tilda de lunáticos.

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Al resumir la idea concerniente a la verdad absoluta y relativa, cabe repetir sólo lo que ya hemos dicho. Fuera de un cierto estado mental altamente espiritual y elevado, durante el cual el Hombre es uno con la Mente Universal, en la tierra él no puede educir, de cualquier filosofía o religión, nada que no sea la verdad o verdades relativas. Aun cuando la diosa que se alberga en el fondo del pozo, saliera de su lugar de cautiverio, no podría transmitir al ser humano más de lo que él puede asimilar. Entretanto, todos nosotros podemos sentarnos en las inmediaciones del pozo, cuyo nombre es Conocimiento y, atisbando en las profundidades, esperar ver, al menos, el reflejo de la hermosa imagen de la Verdad en las aguas oscuras. Sin embargo, según la observación de Richter, esto presenta un cierto peligro. Por supuesto, de vez en cuando, alguna verdad puede reflejarse, como en un espejo, en el sitio donde estamos observando, recompensando, entonces, al paciente estudiante. Pero el pensador alemán agrega: “He oído que algunos filósofos en pos de la Verdad, a fin de tributarle un homenaje, han visto su propia imagen en el agua, acabando por adorar a ésta en lugar de la verdad.” […]



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