Foto de Sebastian Palomino |
(…) La Ley de KARMA está intrincadamente entretejida con
la de Reencarnación.
Solo el conocimiento de los renacimientos constantes de una
misma Individualidad a través de todo el ciclo de vida; la seguridad de que las
mismas MÓNADAS (entre las cuales se hallan muchos Dhyan Chohans, o los “Dioses”
mismos) tienen que pasar a través del “Ciclo de Necesidad”, recompensadas o
castigadas por medio de tales renacimientos, de los sufrimientos soportados o
de los crímenes cometidos en las vidas anteriores; que esas mismas Mónadas que
entraron en los cascarones vacíos, sin sentido, o formas astrales de la Primera
Raza, emanadas por los Pitris, son las mismas que se hallan ahora entre
nosotros (más aún, nosotros mismos quizás); sólo esta doctrina, decimos,
puede explicarnos el problema misterioso del Bien y del Mal, y reconciliar al
hombre con la aparente injusticia terrible de la vida. Nada que no sea una
certeza semejante puede aquietar nuestro sentimiento de justicia en rebelión.
Pues cuando el que desconoce la noble doctrina mira en torno suyo y observa las
desigualdades del nacimiento y de la fortuna, de la inteligencia y de las facultades;
cuando vemos que se rinden honores a gente necia y disipada, sobre quien la
fortuna ha acumulado sus favores por mero privilegio del nacimiento, y su
prójimo, con gran inteligencia y nobles virtudes, mucho más meritorio por todos
conceptos, perece de necesidad y por falta de simpatía; cuando se ve todo esto
y hay que retirarse ante la impotencia para socorrer el infortunio inmerecido,
vibrando los oídos y angustiado el corazón con los gritos de dolor en torno de
uno, sólo el bendito conocimiento de Karma impide maldecir de la vida y de
los hombres, así como de su supuesto Creador.
De todas las terribles blasfemias, que son virtualmente
acusaciones lanzadas contra su Dios por los monoteístas, ninguna es más grande
ni más imperdonable que esa (casi siempre) falsa humildad que hace que el
cristiano, aparentemente “piadoso”, asegure, frente a todos los males e
inmerecidos, que “tal es la voluntad de Dios”.
¡Estúpidos e hipócritas! ¡Blasfemos e impíos fariseos, que
hablan al mismo tiempo del misericordioso amor y ternura infinitos de su Dios y
creador para el hombre desdichado, y de ese Dios que azota a las buenas, a las
mejores de sus criaturas, desangrándolas hasta la muerte como un Moloch
insaciable! Se nos contestará a esto con las palabras de Congreve:
“¿Pero quién se atreverá a acusar a la Justicia Eterna?”
La lógica y el simple sentido común, contestamos. Si
se nos exige que creamos en el “pecado original”, en sólo una vida en esta
Tierra para cada Alma, y en una Deidad antropomórfica que parece haber creado a
algunos hombres sólo por el placer de condenarlos al fuego eterno del infierno
y esto ya sean buenos o malos, dicen los partidarios de la Predestinación–,
¿por qué, los que estamos dotados de facultades razonadoras, no hemos de
condenar a nuestra vez a semejante malvada Deidad? La vida se haría
insoportable si tuviese uno que creer en el Dios creado por la impura
imaginación del hombre. Afortunadamente, sólo existe en los dogmas humanos y en
la imaginación enfermiza de algunos poetas …
Verdaderamente, se necesita una “fe” robusta para creer que
es una “presunción” el poner en tela de juicio la justicia del que crea al
infeliz hombre pigmeo sólo para “confundirlo” y poner a prueba una “fe”, que
por otra parte ese “Poder” puede haber olvidado, si no descuidado, de
infundirle, como sucede a veces.
Compárese esta fe ciega con la creencia filosófica, basada
según toda clase de pruebas razonables y la experiencia de la vida, en
Karma–Némesis, o la Ley de Retribución. Esta Ley, sea Consciente o Inconsciente,
no predestina nada ni a nadie. Existe desde la Eternidad y en ella,
verdaderamente, pues es la ETERNIDAD misma; y como tal, puesto que ningún
acto puede ser coigual con la Eternidad, no puede decirse que actúa, porque es
la ACCIÓN misma. No es la ola que ahoga al hombre, sino la acción personal del
náufrago voluntario que va deliberadamente y se coloca bajo la acción
impersonal de las leyes que gobiernan el movimiento del Océano. El Karma no crea nada ni proyecta nada. El hombre es el que
imagina y crea las causas, y la Ley Kármica ajusta sus efectos, cuyo
ajustamiento no es un acto, sino la armonía universal que tiende siempre a
tomar su posición original, lo mismo que una rama que, doblada a la fuerza,
rebota con el vigor correspondiente. Si sucede que disloca el brazo que
trató de doblarla fuera de su posición natural, ¿debemos decir que la rama fue
la que rompió nuestro brazo, o que fue nuestra propia insensatez la que nos
produjo tal desgracia? Karma no ha tratado jamás de destruir la libertad
intelectual e individual, como el Dios inventado por los monoteístas. No ha
envuelto sus decretos en la oscuridad intencionalmente para confundir al
hombre; ni castiga al que ose investigar sus misterios. Antes al contrario,
aquel que por medio del estudio y la meditación descubre sus intrincados
senderos, y arroja luz en sus oscuros caminos, en cuyas revueltas perecen
tantos hombres a causa de su ignorancia del laberinto de la vida, trabaja por
el bien de sus semejantes. KARMA es una ley Absoluta y Eterna en el Mundo de la
manifestación; y como sólo puede haber un Absoluto, sólo una Causa siempre
presente, los creyentes en Karma no pueden ser considerados como ateos o
materialistas, y menos aún como fatalistas; pues Karma es uno con lo
Incognoscible, del cual es un aspecto, en sus efectos en el mundo fenomenal.
Así, pues, íntimamente, o más bien indisolublemente unida
a Karma, hállase la ley de renacimiento o de la reencarnación de la misma
individualidad espiritual, en una larga, casi interminable serie de
personalidades. Estas últimas son como los diversos personajes que un mismo
actor representa, con cada uno de los cuales ese actor se identifica y es
identificado por el público, por espacio de algunas horas. El hombre interno, o
verdadero, que personifica tales caracteres, sabe durante todo aquel tiempo que
él es Hamlet, sólo por el breve plazo de unos cuantos actos, los cuales, sin
embargo, en el plano de la ilusión humana, representa toda la vida de Hamlet.
Sabe también que la noche antes fue el Rey Lear, que a su vez es la
transformación del Otelo de otra noche anterior a aquélla. Y aun cuando se
supone que el personaje exterior, visible, ignora esta circunstancia –y en la
vida real esta ignorancia es desgraciadamente demasiado verdadera–, sin embargo
la individualidad permanente lo sabe muy bien, siendo la atrofia del ojo
“espiritual” en el cuerpo físico lo que impide que este conocimiento no se
imprima en la conciencia de la falsa personalidad.
Extraído de La Doctrina Secreta, volumen II, páginas
303-306.
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